José Luis Manzanares

La cifra de víctimas mortales de la llamada violencia de género no se ha reducido con la correspondiente Ley Integral. Más aún, el año 2006 está alcanzando un récord sobre el que los responsables de los observatorios para vigilar su aplicación (hay varios, con numerosos consejeros y presupuestos) parece que optan por el silencio. La Ley nació con un amplísimo apoyo parlamentario porque nadie discrepa de sus fines, pero la previa campaña política y mediática, reclamando adhesiones incondicionales a la iniciativa, abortó cualquier observación al proyecto. La denuncia de una deficiencia o exceso voluntarista habría convertido a su autor en despreciable machista. Sería un milagro que una Ley tan ambiciosa, extensa y prolija no mereciera algunas críticas en las diversas materias que contempla, pero estas líneas sólo se ciñen a su regulación penal y, particularmente, a la necesidad de interpretarla conforme a las exigencias de la Constitución, respetar el dogma de la libre valoración de la prueba y atender a la culpabilidad como límite de la penalidad. La esencia del derecho penal no puede ser sacrificada para resolver problemas que hunden sus raíces en concepciones sociales muy profundas fuera y dentro de la esfera íntima de las personas.

Cuando la juez decana de Barcelona recordó el derecho fundamental a la presunción de inocencia y alertó sobre el riesgo de las denuncias falsas y el abuso de las medidas provisionales, las feministas radicales —que también existen— se dirigieron indignadas al Consejo General del Poder Judicial para que sancionara disciplinariamente a la réproba. Y lo mismo ocurre si un juez niega en su sentencia la acreditación de los hechos denunciados. Quiere decirse que la propia función judicial ha de enfrentarse a la disparatada pretensión —supuestamente progresista— de convertir en dogma la declaración de toda mujer que se autoproclame víctima. Hay colectivos militantes para los que cuestionar la veracidad de las denuncias merecería la rápida lapidación del indigno profesional.

Tampoco es de recibo dar carta legal de naturaleza a la discriminación que transforma en delito para el varón determinadas conductas que para la mujer siguen siendo faltas o quedan impunes. Ni los pecados de los padres se transmiten a los hijos hasta el fin de los tiempos, ni es correcto penalizar en exceso hechos de escasa entidad que no rompen necesariamente la relación en pareja, ni es buena la intromisión de terceros en este ámbito, ni resulta prudente animar a la mujer para que denuncie “a la primera”, ofreciéndole acusación particular y gratuita, e informándola de que muy probablemente el varón deberá abandonar de inmediato la casa común. La criminalización de las amenazas o injurias leves —¡leves!— del varón a su pareja, y no a la inversa, es una espada de Damocles contraproducente para una relación con vocación de permanencia.

Nunca habrá policía suficiente para garantizar la ejecución de las órdenes de alejamiento. Y, en todo caso, quien decide matar a una mujer no dejará de hacerlo por miedo a quebrantar aquella cautela. Eso, si es que el suicidio no entra ya en los planes del homicida. Convendría meditar un poco sobre los aciertos y desaciertos en las previsiones penales de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Algo se ha hecho mal cuando la Memoria de la Fiscalía General del Estado, presentada en el acto de apertura de Tribunales, revela que de las 47 mujeres muertas se ha pasado a 73 en el 2006. Esto va más allá de la simple inoperancia.

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